El Estado y la vida política
Actualidad de la Summi Pontificatus de
Pío XII
“[…]. En resumen, decimos que el hombre no
puede ser el fundamento del hombre y que todo el orden humano y natural
tiene su fundamento absoluto y su fin supremo en Dios, que lo trasciende y
lo sobrepasa; sólo Él le da el ser y lo salva; sólo en Dios se halla la
inteligibilidad radical (metafísica) del ser infinito y, por ello, el
sentido de la historia y de lo creado.
De ahí la necesidad del Absoluto; de
reconquistar en Dios nuestra
autenticidad de hombres. Dios es la claridad del
hombre”
Michele Federico
Siacca
Introducción
El presente
trabajo procura señalar la actualidad de la doctrina política que se
encuentra en la Encíclica programática del Papa Pío XII, la Summi
Pontificatus, publicada el 20 de octubre de 1939. Luego de formular una
presentación general del documento, nos detendremos en especial en un
problema aludido a lo largo del documento pontificio: la relación entre el
Estado y la vida política.
Durante el
desarrollo de nuestras reflexiones –que son una aproximación sin
pretensiones de exhaustividad- trataremos de señalar la vigencia de las
afirmaciones de Pío XII. Nos parece que si él viviera en la actualidad
escribiría de la misma manera que lo hiciera entonces.
Presentación general del documento
El 2 de marzo de
1939 el Cardenal Eugenio Pacelli, Secretario de Estado de Pío XI durante 10
años, fue elegido como su Sucesor en la Cátedra de San Pedro. Adoptó el
mismo nombre de su antecesor, Pío.
“No se pierde nada
con la paz, todo puede perderse con la guerra”, fueron las palabras que
pronunció hace más de sesenta años el 24 de agosto de 1939 y buscaban
detener al ejército de Hitler que se preparaba para invadir Polonia, dando
así origen a la segunda guerra mundial.
“Hoy --exclamó Pío XII--, a pesar de Nuestras repetidas exhortaciones
y de Nuestro particular interés, se hacen cada vez mas atormentantes los
temores por un sangriento conflicto internacional; hoy que la tensión de los
espíritus ha llegado a un nivel tal que parece inminente el
desencadenamiento del tremendo torbellino de la guerra, dirigimos con ánimo
paterno un nuevo y más sentido llamamiento a los gobernantes y a los
pueblos: a los primeros, para que, deponiendo las acusaciones, las amenazas,
las causas de la recíproca desconfianza, traten de resolver las actuales
divergencias con el único medio adaptado para ello, es decir, con acuerdos
comunes y leales; a los pueblos, para que en la calma y serenidad, sin
agitaciones descontroladas, alienten los intentos de paz de quienes les
gobiernan”.
“El 25 de agosto,
Gran Bretaña firmaba el pacto de defensa con Polonia. Esta ofensiva de paz
sorprendió a Hitler, quien revocó la orden de atacar Polonia. El ataque, sin
embargo, tuvo lugar a las 4,45 del 1° de septiembre de 1939. Fracasada la
posibilidad de una conferencia de paz, Francia y Alemania declararon el 3 de
septiembre la guerra contra Alemania.
A pesar de los
esfuerzos de la Santa Sede, la guerra estalló y se extendió por toda Europa,
pero Pío XII no desfalleció en el objetivo de alcanzar la paz cuanto
antes”.
El 20 de octubre
de 1939 el Papa publica la Encíclica Summi Pontificatus, que se
refiere numerosas veces a la situación inmediata del mundo en sus días (la
guerra mundial)
pero también a su situación más profunda (la crisis moral y principalmente
espiritual). Se trata de un mundo tan necesitado de estímulo y de guía pero
que está sumergido en el culto de lo presente, que se extravía mediante la
búsqueda de meros ideales terrenos,
un mundo que se aleja cada vez más de la fe en Cristo. Como afirma el mismo
Pío XII:
“[...] ¿Qué época sufrió el tomento del vacío espiritual, de profunda
indigencia interior más que la nuestra, a pesar de toda clase de progresos
en el orden técnico y puramente civil? ¿No se le puede quizás, aplicar la
palabra reveladora del Apocalipsis: Dices: Rico soy, y opulento y de nada
necesito y no sabes que eres mísero y miserable y pobre y ciego y desnudo
(Ap 3, 17)?”.
A los errores de
ayer se suman (a acentúan) algunos más específicos de nuestros días:
“[...] es cierto que la raíz profunda y última de los males que
deploramos en la sociedad moderna, es el negar y rechazar una norma de moralidad
universal, así en la vida individual como en la vida social y en las
relaciones internacionales; el
desconocimiento, en una palabra, tan extendido en nuestros tiempos, y el olvido de la misma ley natural, la
cual tiene su fundamento en Dios, creador omnipotente y Padre de todos,
supremo y absoluto Legislador omnisciente y justo Juez de las acciones
humanas. Cuando se reniega de Dios
se siente sacudida toda base de moralidad, se ahoga, o al menos se apaga
notablemente, la voz de la naturaleza que enseña, aun a los ignorantes y a
las tribus no civilizadas, lo que es bueno y lo que es malo, lícito o
ilícito, y hace sentir la responsabilidad de las propias acciones ante un
Juez supremo”.
Como sigue
afirmando el Papa:
“[...]. Los criterios morales, según los cuales en otros tiempos se
juzgaban las acciones privadas y públicas, han caído como por consecuencia
en desuso; y el tan decantado
laicismo de la sociedad que ha hecho cada vez más rápidos progresos,
sustrayendo al hombre, la familia y el Estado al influjo benéfico y
regenerador de la idea de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, ha hecho
reaparecer aun en regiones en que por tantos siglos brillaron un paganismo
corrompido y corruptor, cada vez más claras, más palpables y
angustiosas: Las tinieblas se extendieron mientras crucificaban a
Jesús”.
Hay un extraño
fenómeno que también se comprueba hoy: los que proclaman la separación de
Dios y de la Iglesia bajo el afán de liberación no ven anticipadamente (o no
quieren ver) “[...] las amargas consecuencias del lamentable cambio ente la
verdad que libra y el error que reduce a esclavitud”.
Hablan de progreso, cuando retroceden; de elevación, cundo se degradan; de
ascensión a la madurez, cuando se esclavizan; no perciben que la vanidad de
todo esfuerzo humano por suprimir la ley de Cristo, que no puede ser
reemplazada por ninguna otra.
En nuestros días,
la falta de concordia entre los individuos y los pueblos no se debe
solamente a las malas acciones o pecados personales, que influyen en la vida
social, sino sobre todo a “una profunda crisis espiritual, que ha
trastornado los sanos principios de la moral privada y pública”.
Pío XII señala
como dos brotes principales que provienen de este agnosticismo
religioso y moral: el olvido de la ley de solidaridad y caridad
humana, debido a un origen común de todos los hombres en Dios Padre y
por la igualdad de la naturaleza racional y la separación de la autoridad
civil de toda dependencia de Dios y de toda ligadura de ley trascendente que
deriva de Dios.
Ante este
diagnóstico, que forma parte del oficio (deber) del Buen Pastor de dar
testimonio de la verdad con fortaleza apostólica, que supone la exposición y
la refutación de los errores y las culpas humanas para que sea posible su
tratamiento y cura,
nuestra respuesta debe ser la de “[...] desplegar al viento las banderas
del Rey ante los que siguieron y siguen banderas falaces, y reconquistar
para el victorioso estandarte de la Cruz a los que lo han abandonado”.
Por esto mismo,
como afirma Pío XII:
“El reconocimiento
de los derechos reales de Cristo, y la vuelta de los particulares y de la
sociedad a la ley de su verdad y de su amor, son la única vía de
salvación”.
El alma de nuestra
acción en bien de los hombres y de las comunidades políticas, debe ser la
caridad. “[...] Nuestra conducta estará siempre animada de aquella
caridad paternal que mientras sufre por los males que atormentan a sus
hijos, les señala el remedio: en una palabra, Nos esforzaremos por imitar al
divino modelo de los Pastores, Jesús el Buen Pastor, que es al mismo tiempo
luz y amor: “veritatem facientes in caritate”. Practicando la verdad en
la caridad (Ef 4, 15)”.
La relación entre el Estado y la vida
política
Aquí hacemos uso
del término Estado
en el mismo sentido de civitas o res publica: “[...] se trata
del plexo de relaciones de coordinación, subordinación e integración de
individuos y grupos que se aúnan en el todo de la sociedad política”.
Cuando hablamos del Estado, “[...] apuntamos a la realidad permanente, y no
a la mudable, que designa”
el término mismo –como indica el Dr. Sergio Raúl Castaño-.
La sociedad
política “[...] es la unidad ordenada de todas las sociedades particulares
en que transcurre la vida normal del hombre, en cuanto convergen hacia el
bien común más alto. Es la sociedad de las sociedades humanas”.
Se trata de “[...] un todo orgánico que constituido por las sociedades
inferiores en mutua complementación”.
De este modo, la unidad política comprende “[...] una gran diversidad
de modos de vida, de actividades, profesiones, costumbres, etc.; es
política precisamente por abarcar, sin anular ni suplantar, toda esa
abigarrada diversidad”. Se trata, por la misma razón, de “[...]un
orden, unidad de una multitud diversa que responde a un principio
común”.
Cuando aludimos a
la relación entre el Estado y la vida política, queremos significar
que la actividad política no se reduce solamente a la acción de los miembros
del gobierno (la causalidad eficiente del orden político)
sino que también supone la colaboración armoniosa de los
gobernados.
“En la sociedad
política están comprendidos, por lo menos en germen, todos los estados y
actividades mediante los cuales los hombres alguna forma su bien, pues es la
complementación de todos ellos en la participación del bien humano completo.
Es por esto esencial para la vida de la sociedad política, esencial para su
salud, que las partes no decaigan en su vida propia y específica, y que se
fortalezcan logrando así la relativa autonomía que les compete”.
A cada una de las
partes del todo orgánico político “[...] corresponde también una potestad
específica, definida por la función que le compete en orden al bien común.
Si desaparecen estas potestades particulares, desaparece también la sociedad
política, que las supone así como el organismo supone la actividad de sus
órganos”.
Cada sociedad
particular, por cierto integrada en el todo social político, cuenta con la
autoridad y la potestad directas respecto de todo lo inmediatamente
pertinente a su propio fin.
Repárese mucho que
si bien a la potestad política
“[...] compete gobernar a las potestades inferiores” y que “[...] debe
procurar su fortalecimiento en todo lo que les pertenece, exigiéndoles al
mismo tiempo que se ordenen eficazmente a su bien más alto, el bien común
político”,
sin embargo estas potestades inferiores son irreductibles a la potestad
política.
Como termina
señalando el Dr. Juan Antonio Widow –a quien seguimos en las últimas
reflexiones-, el ejercicio armónico de todas estas potestades sociales
“[...] en su subordinación a la potestad superior, se rige por dos
principios que explican la naturaleza del todo político: los de
totalidad y de subsidiariedad. Ambos se afirman sobre el
supuesto básico de que dicha subordinación no es despótica sino, justamente,
política, es decir, que la potestad superior no determina de modo directo a
las inferiores –en cuyo caso no serían éstas, en sentido estricto,
potestades-, sino que las dirige teniendo en cuenta su propia capacidad de
autodeteminación”.
Ante estas
consideraciones, se vuelven actuales las palabras de Pío XII en su Encíclica
Summi Pontificatus que se refieren al peligro del estatismo en
la vida política. El estatismo es la lógica consecuencia que se sigue de la
desvinculación de la autoridad civil de su origen natural, que es Dios y de
la negación de la solidaridad y caridad entre los hombres en razón de la
Paternidad común de Dios y la comunión en la misma naturaleza
racional.
Porque, como
afirma Pío XII, donde se desvincula la autoridad civil de su fundamento
natural, se termina concediendo a esa misma autoridad “[...]una facultad
ilimitada de acción, abandonándola a las ondas mudables del arbitrio, o
únicamente a los dictámenes de las exigencias históricas contingentes y de
intereses relativos”.
De este modo, “[...] el poder civil, por consecuencia ineluctable, tiende a
apropiarse aquella absoluta autonomía que sólo compete al Supremo Hacedor, a
hacer las veces del Omnipotente, elevando al Estado o la colectividad a fin
último de la vida, a último criterio del orden moral y jurídico, y
prohibiendo, consiguientemente, toda apelación a los principios de la razón
natural y de la conciencia cristiana”.
“Donde se rechaza la dependencia del derecho humano, del derecho
divino, donde se hace apelación sino a una idea incierta de autoridad
meramente terrena y se reivindica una autonomía fundada únicamente en la
moral utilitarista, allí, el mismo derecho humano pierde justamente en sus
aplicaciones más difíciles la fuerza moral, que es la condición esencial
para ser reconocido y exigir hasta sacrificios”.
Vigencia de la doctrina de Pío XII en nuestros
días
¿Acaso las
afirmaciones de Pío XII perdieron la vigencia propia de las enseñanzas
perennes que surgen de la Revelación cristiana y de la sana
filosofía?
Veamos.
“Si en efecto, el Estado se atribuye y ordena las iniciativas
privadas, una vez que éstas se gobiernan por normas internas, delicadas y
complejas, que garantizan y aseguran la consecución del fin que les es
propio, pueden aquellas recibir daño, con desventaja para el bien público,
si se las arranca de su ambiente natural, es decir, de la actividad privada
responsable”.
“Ante Nuestra mirada se yerguen con dolorosa claridad los peligros
que tememos puedan venir sobre la actual y futuras generaciones, del desconocimiento, de la disminución
y de la progresiva abolición de los derechos propios de la familia.
[...]. Muchas veces es necesaria verdadera valentía y heroísmo digno en su
simplicidad de admiración y respeto, para soportar la dureza de la vida, el
peso cotidiano de las miserias, las crecientes indigencias y las estrecheces sin medida jamás
anteriormente experimentada, de las que frecuentemente no se ve ni la razón
ni la necesidad”.
“De todos modos cuanto más gravosos son los sacrificios materiales
exigidos por le Estado a los individuos y a la familia, tanto más sagrados e
inviolables deben serle los derechos de las conciencias. Puede pretender los
bienes y la sangre, jamás el alma redimida por Dios. La misión que encomendó Dios a los
padres de proveer al bien material y espiritual de la prole, y de procurarle
una formación armónica, imbuida de verdadero espíritu religioso, no puede
arrebatárseles sin lesionar gravemente el derecho”.
“La concepción que atribuye
al Estado una autoridad casi infinita no sólo es[...] un error
pernicioso a la vida interna de las naciones, a su prosperidad y al
creciente y ordenado incremento de su bienestar, sino que además causa daños a la relaciones entre los
pueblos, porque rompe la unidad de la sociedad supranacional, quita su
fundamento y valor al derecho de gentes, conduce a la violación de los
derechos de los demás y hace difícil las inteligencia y la convivencia
pacífica”.
Antes de volver a
citar a Pío XII, habíamos aludido a dos principios que hacen referencia a la
vida política: el de totalidad y el de
subsidiariedad.
La comprensión
adecuada de estos principios se vuelve necesaria para evitar equívocos que,
si ya teóricamente son peligrosos, puestos en práctica se vuelen con
frecuencia fatales. El principio de totalidad significa que “[...] la parte,
en cuanto tal, se debe al todo, siendo el bien de éste siempre mayor y más
perfecto que el bien particular”.
Pero de su enunciación no puede seguirse una idea totalitaria del principio,
“[...] según la cual el bien del todo no es un bien propio de la parte,
debiendo ésta desaparecer como entidad separada para fundirse en aquél”.
De esta manera, “[...] a la enunciación del principio universal de que el
todo no es para las partes, sino las partes para el todo, hay que añadir
aquí, tratándose de la sociedad humana –que en esto difiere de toda sociedad
puramente animal-, que sus partes son tales en cuanto pueden participar del
bien del todo tomado formalmente como tal”.
A su vez, el
principio de subsidiariedad se entiende en el sentido de que una sociedad
superior (que en este caso es la política) brinda el apoyo o el auxilio a
otra con el fin de que ésta se afirme en lo que le es propio.
Pero ha de evitarse la falsa concepción individualista de este principio que
postula que el Estado se abstenga de intervenir o lo haga “lo menos posible”
para preservar la “autonomía” de las sociedades inferiores. “[...]. Este
criterio, al asumir sólo ese aspecto negativo del principio de
subsidiariedad, lo absolutiza. Supone que los individuos y las sociedades
menores son del todo autónomos, siendo la potestad política, en
consecuencia, una especie de mal menor, tolerable sólo en la medida en que
se limite a la función de policía que debe cuidar que respeten las reglas
definidas por los poderes en juego”.
Si adoptamos como
punto de partida la cosmovisión individualista de la vida –o, en su defecto,
la colectivista-, las conclusiones que se sigan no serán las adecuadas, por
la sencilla razón de que ninguna de las dos responden a la realidad de las
cosas, que en este caso es que el hombre, ser personal, es alguien social
o político por naturaleza.
Cosa curiosa.
Algunos opinan –en contra de la experiencia más inmediata- que sólo los
totalitarismos políticos nazi, fascista y comunista son tales, es decir,
totalitarismos, y pierden de vista que en realidad el totalitarismo político
comienza a surgir cuando se desvincula la potestad política de su auténtico
fundamento, es decir, Dios, autor de la naturaleza humana. En este sentido,
los llamados gobiernos democráticos –predominantes en nuestros días- pueden
resolverse en totalitarismos. Juan Pablo II afirma en su Encíclica Evangelium vitae –señala en
continuidad con el pensamiento de Pío XII- que:
“[...]justo en una época en la que se proclaman solemnemente los
derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la
vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en
particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el
nacimiento y la muerte.
Por una parte, las varias declaraciones universales de los derechos
del hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a
nivel mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la
dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza,
nacionalidad, religión, opinión política o clase social.
Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone
lamentablemente en la realidad su trágica negación. Esta es aún más
desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por producirse en una
sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de los derechos humanos su
objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner de
acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios con la multiplicación
continua y la difundida legitimación de los atentados contra la vida humana?
¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil, del más
necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados van en una
dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida, y representan
una amenaza frontal a toda la cultura
de los derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en
peligro el significado mismo de la convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de
pasar de ser sociedades de «con-vivientes» a sociedades de excluidos,
marginados, rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada
al horizonte mundial, ¿cómo no
pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de los
pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas
reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países
ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo
condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo
al hombre? ¿No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos,
adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y
condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen
situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la
vida humana de poblaciones enteras?”.
Bajo el influjo de
la concepción individualista de la libertad, “que acaba por ser la libertad
de los “más fuertes” contra los débiles destinados a sucumbir”,
la convivencia social se deteriora profundamente.
En referencia al
derecho a la vida humana, esta concepción individualista aplicada al orden
político se resuelve en consecuencias graves:
“[...] el derecho originario e inalienable a la vida se pone en
discusión o se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad
de una parte —aunque sea mayoritaria— de la población. Es el resultado
nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el «derecho» deja
de ser tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable
dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más
fuerte. De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un
camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la «casa común»
donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se
transforma en Estado tirano, que
presume de poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde
el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública
que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos. Parece que
todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos cuando las
leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según las, así
llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad estamos sólo ante una
trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es
verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona
humana, es traicionado en sus mismas
bases: « ¿Cómo es posible hablar todavía de dignidad de toda persona
humana, cuando se permite matar a la más débil e inocente? ¿En nombre de qué
justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones entre las
personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a otras se
niega esta dignidad? ». Cuando se verifican estas condiciones, se han
introducido ya los dinamismos que llevan a la disolución de una auténtica
convivencia humana y a la disgregación de la misma realidad
establecida.
Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y
reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de
un poder absoluto sobre los demás y
contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera
libertad”.
Conclusión
Nuestra época, nos
guste o no, sufre de una enfermedad predominante, y esa “enfermedad social”
se llama laicismo. La naturaleza
de esta enfermedad ya la veía con su habitual lucidez el filósofo Michele
Federico Sciacca. “El laicismo moderno, ya pura o ya implícitamente desde
sus inicios, y aun cuando no lo proclame abiertamente, obedece a un
principio que, más que una abstracción, diríamos que es la superstición por
un ídolo que le es esencial: el hombre se basta a sí mismo, y el mundo
humano tiene en sí mismo su propio principio y su propio fin: es
autosuficiente. […]. Concepción laicista de la vida que significa, pues,
concepción arreligiosa, humanismo absoluto, mundanismo radical; que tiene
por norma propia: pensar (orden intelectual) y obrar (orden práctico) como
si Dios no existiera, dándole de lado en espera de cancelar hasta su más
lejana imagen. Primero, destrucción; luego, desprecio; por fin, radical
olvido”.
¿A qué se debe la
crisis de nuestro mundo? ¿Acaso a factores puramente económicos, a problemas
exclusivamente políticos, a la falta de instrucción o alfabetización de los
ciudadanos, a que todavía no se ha extendido como quisiéramos el desarrollo
tecnológico a todos? No. “La ausencia del fundamento absoluto del ser del
hombre, de la verdad y de los valores humanos, la “ruptura” entre el hombre
y su ser y, por ello, entre el hombre y Dios; he ahí la raíz de la llamada
“crisis” que aflige al mundo moderno y contemporáneo. De ahí proviene la
desintegración del hombre de hoy y la precisión de recomponer su unidad
fundamental. No se salvan los valores sin el Ser que los fundamenta y del
cual son testimonio”.
Se vuelve
necesario, en consecuencia, retornar a Dios, a Dios que es Principio y
Fundamento de todo lo creado, incluido el hombre, y dado que el hombre es un
ser social y político por naturaleza, también Dios es el Principio y
Fundamento de la ordenación social política.
“[…]. En resumen,
decimos que el hombre no puede ser el fundamento del hombre y que todo el
orden humano y natural tiene su fundamento absoluto y su fin supremo en
Dios, que lo trasciende y lo sobrepasa; sólo Él le da el ser y lo salva;
sólo en Dios se halla la inteligibilidad radical (metafísica) del ser
infinito y, por ello, el sentido de la historia y de lo creado”.
Digamos entonces
una vez más, volviendo a las enseñanzas de Pío XII, que:
“El reconocimiento de los derechos reales de Cristo, y la vuelta de
los particulares y de la sociedad a la ley de su verdad y de su amor, son la
única vía de salvación”.
Lic. A. Germán
Masserdotti
agmasserdotti@yahoo.com.ar